WASHINGTON.– Si la vida está llena de sorpresas, la vida en Medio Oriente está llena de sobresaltos. Incluso desde ese punto de vista, la caída de Damasco es sorprendente. Hasta hace dos semanas, nada en la región parecía más permanente que el odiado régimen del presidente sirio Bashir al-Assad. Sin embargo, el domingo, las milicias antigubernamentales culminaron una ofensiva relámpago en todo el país, tomando la capital de Siria mientras el ejército de Assad se desvanecía. Assad ha huido del país, poniendo así fin a una brutal dinastía de medio siglo.
Al señor Assad le decimos buen viaje. La velocidad de su caída es testimonio de la ilegitimidad de su terrible gobierno, marcado por ejecuciones masivas, torturas y apoyo al terrorismo. Durante los últimos 13 años de guerra civil, el régimen dependió de Rusia, que llevó a cabo devastadores ataques aéreos; de Irán y de su grupo proxy libanés, Hezbollah. Pero Rusia había retirado tropas para su guerra con Ucrania, Hezbollah ha sido diezmado por su guerra con Israel, e Irán, también debilitado, descartó a Assad.
Podría resultar tentador suponer que cualquier cosa es mejor que Assad. Eso sería un error.
Medio Oriente necesita urgentemente una historia de éxito: un país árabe pluralista y democrático comprometido con la defensa de los derechos humanos. Durante más de 50 años, bajo el régimen de la familia Assad, Siria personificó muchos de los errores que afectan a la región. Con una diplomacia comprometida, Estados Unidos puede ayudar a escribir un próximo capítulo más brillante para este país estratégicamente ubicado y sufrido durante mucho tiempo.
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