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Papa Francisco: La esperanza no defrauda

El Papa Francisco

«… nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza» (San Pablo, Rm 5,3-4). Y el des-ensimismamiento y el ascenso del yo se realiza por la vía del espíritu de la esperanza y el descubrimiento del otro (dice este cronista).

En nuestra nota del domingo pasado nos referimos al jubileo decretado por el papa Francisco para el año 2025 y que ya se encuentra vigente. Este es el jubileo de la esperanza. Dijimos también que el término esperanza, el mismo que San Pablo empleó en su Carta a los romanos, no tiene el significado que le damos habitualmente cuando decimos, tengo esperanza que llueva o que salga mi número en la lotería, tengo esperanza que el gobierno restablezca la justicia social… Esperanza es, para los creyentes, esperanza en Dios. La esperanza unida a la fe es una esperanza activa, enfática y firme, que liga nuestro espíritu con el Espíritu de Dios y es lucha por crear y mantener la esperanza y lucha por lo esperado.

Con ese propósito hoy queremos desentrañar el porqué, en estos tiempos caracterizados por gigantescos avances de la humanidad en los campos de la ciencia y la tecnología, en la construcción de nuevos imperios, en el campo de la comunicación y del acceso al conocimiento, en el ámbito de la salud con los grandes descubrimientos sobre la cura enfermedades, la extensión de la vida y el mejoramiento del bien estar, en lugar de ser más felices vivimos estresados, conflictuados, divididos, en guerra, matándonos y criticándonos unos a los otros.

Los filósofos han sido a lo largo de la historia quienes sobre la base de observar y reflexionar sobre el hombre, la naturaleza, el sentido de la vida, el cuerpo y el alma y otras cuestiones fundamentales marcaron los caminos de la existencia y de la actitud del hombre en su relación con el hombre, con la naturaleza y con Dios.

Hoy y a propósito del jubileo queremos recordar algunas de las distintas posiciones de los filósofos que en el siglo pasado se ocuparon del tema de la esperanza a propósito del camino que nos propone la Iglesia para recorrer ¿Por qué adoptar la esperanza como forma de vida?

El siglo pasado vivió en gran medida bajo el signo de la angustia. La angustia (de angosto, estrechez tormento, sufrimiento) puede conducir al encuentro amoroso del hombre con el hombre (como el del buen samaritano y el herido Lc.10 25-37) o a convertirlo en su enemigo (como en las guerras que inundan los programas de televisión: Gaza, Ucrania, Myanmar y otras). El camino que nos propone la Iglesia es el de la esperanza y nos propone hacerlo en comunión y como práctica cotidiana.

Nacemos y nuestra existencia es arrojada al mundo (el “arrojamiento” del Dasein) cuando nuestra madre nos da a luz. Nacemos en un “estado de ánimo” donde nos encontramos al inicio de la existencia que nos pone en un aquí, fundando, cimentando, nuestro “estar en el mundo”. Luego, por los medios perceptivos hallamos lo que hay en el mundo o como dice la canción de los curas villeros, “cómo viene la vida”.

Para Kierkegaard y para Heidegger, los grandes fundadores del existencialismo, lo primero es la angustia, no así para otros filósofos quienes sostienen que puede ser la angustia, la alegría, el aburrimiento u otros múltiples estados.

¿Por qué esos grandes pensadores sostienen -siguiendo un camino que después se bifurca- que el estado de ánimo originario es la angustia que conduce a la muerte? Porque el aislamiento que produce la angustia es el rasgo esencial de la existencia humana, dice Heideggger y agrega que la existencia humana comienza con el “sí mismo” y no con la “coexistencia”, es decir, con los otros como más tarde dirá Lévinas. Y posteriormente -agrega Heidegger- el ser se hace con los otros, en el “como se”, como se vive, como se come, como se gana y como se pierde, etc. Se constituye el ”uno impersonal” que hace de su vida lo que se hace en general en un alto grado de alienación. Para salir de esa alienación debe retomar el “sí mismo más propio”, quedar a la intemperie y vivir una existencia auténtica. Mientras tanto, el ser tiene una existencia angustiada que no es capaz de liberarlo de la alienación. Y también advierte que las posibilidades ontológicas de construir sobre el “uno impersonal” un ser auténtico son insustanciales, con lo cual se mantiene el ser en la angustia porque no puede acceder a lo nuevo, a lo que todavía no es, a lo nonato. Con ello dos cosas: un vivir aislado e inauténtico agobiado por la angustia encerrado en un individualismo egoísta por un lado y por otro si el nosotros lo entendemos desde el aislamiento donde sumamos el sí mismo de cada uno, convertimos el nosotros en una yuxtaposición de personas aisladas lo que impide toda posibilidad de comunidad y de cohesión social y transmutamos la relación humana llamada a crecer en el amor, en una relación de dominio y obediencia con todas las proyecciones institucionales que es de imaginar que no hacen sino aumentar las penurias del ser ensimismado. La angustia que nace del “sí mismo” y se traduce en sujetos aislados víctimas de la angustia del “se”, como ya dijimos, no hace sino acrecentar las tribulaciones del mundo que conducen a la violencia, la injusticia social, la falta de solidaridad y la infelicidad.

El ser humano del siglo XXI está viviendo una crisis histórica del yoismo, del nacionalismo y del clasismo. Ya lo anunciaba P. Laín Entralgo en su magistral Teoría y realidad del Otro (Alianza Universidad, Madrid, 1983) y la filosofía de Scheler a Merleau-Ponty obre decía el autor de esa obra ha venido expresando en la segunda mitad del siglo pasado la primacía del “nosotros” sobre el “yo”.

Si tomamos como punto de partida la esperanza que surge del amor desde que el ser está en vías de nacer hay una constitución completamente diferente de la existencia y un mundo diferente. Como se puede advertir y este no es otro que el propósito de la presente reflexión, las interpretaciones hechas por los grandes filósofos delinean los modelos del hombre y la mujer y marcan en grado sumo las características del mundo futuro.

La esperanza -a diferencia de la angustia -no saca sus fuerzas del sí mismo, su centro no es el yo sino el otro.

El camino de la angustia y el conflicto con el otro sólo pueden ser superadas por la esperanza del otro que me espera fundada en el amor, que trasciende el “sí mismo” en un “nosotros”, dejando en un segundo lugar la inmanencia del yo. “Quien no sea capaz de dejar de pensar únicamente en sí mismo no podrá amar ni tener esperanza” dice Byung Chul Han y agrega: “La esperanza, lejos de ser una carga (Heidegger) descarga, y alivia la tribulación de la existencia. Nos eleva por encima de haber sido arrojados; nos exonera de la culpa ya que la esperanza es receptiva de la gracia. La esperanza no se queda clavada en el haber sido, mira al futuro, el no ser aún, lo que advendrá.”

Muchas generaciones quedaron fijadas en esos supuestos ontológicos falsos abandonando las creencias en Dios y en el Otro. La angustia cierra las puertas del futuro y conduce al ser a la negación de una coexistencia amable y solidaria, haciéndolo portador de un sí mismo insoportable y conduciéndolo a la autodestrucción, la huida consumista, las adicciones a las drogas y en muchos casos al suicidio.

Kierkegaard se diferencia de su discípulo al plantear que la salida del encierro no es la intemperie y la angustia sino la fe. En honor a la verdad justo es reconocer que “…el propio Heidegger “construirá -según lo recuerda Laín –en Sein und Zeit una ontología de la coexistencia: con él, del “fenómeno” se pasa al “ser”. Aunque no llegue a elaborar una teoría del “nosotros”.

Invocando la licencia del mero carácter enunciativo de esta nota, sirva tan sólo como mención que también el filósofo y teólogo lituano-francés de religión judía, Emmanuel Lèvinas en sus obras Totalidad e infinito, El tiempo y el otro desarrolla su teoría de la alteridad.

En oposición a lo que sostiene Heidegger no plantea la cuestión del ser desde la ontología sino desde la ética. La postura de Lévinas que compartimos, en cuanto a la existencia parte de considerar que éticamente el otro precede a la existencia del sí mismo. Primero está el otro al que hallo en el mundo y a partir del otro yo soy.

Plantea que la existencia del ser no parte del sí mismo, que se traducida en el haber sido, ya que según la filosofía individualista (Heidegger y otros), el ser (auténtico) tiene que ser arrancado del olvido cerrando las puertas de lo que vendrá, y vive amenazado por la muerte. Lévinas parte de la alteridad, parte del Otro, rescata al otro por encima de sí mismo y dice que partir del sí mismo le sucede el deseo de evasión de sí hacia donde ”hay ser”, la existencia nace y se constituye por el ascenso o intrusión del otro en la subjetividad. El ser asume la responsabilidad por el ser del otro, es para-otro. Para el lituano el ser no es ser-para-la-muerte sino ser-para-el más allá-de la muerte que se realiza en el obrar respondiendo a su interpelación sin poder sustraerse a lo que ese otro le manifiesta.

Analógicamente este cronista siempre asoció esa perspectiva ética a la propia dimensión biológica que vivimos en la etapa de vida anterior a nuestro nacimiento. Siempre me pregunté acaso ¿no me precedió mi madre? ¿No entabló su primer diálogo conmigo en aquella vida intrauterina mucho antes de mi propia existencia? Hace muchos años tuve la oportunidad de leer las bellas páginas de médico y filósofo español Juan Rof Carballo sobre la formación de la corteza del cerebro interno y su función en el feto, en su obra El hombre como encuentro, Ed. Alfaguara (que a su vez remite a su Cerebro interno y mundo emocional, ed. Labor y en igual sentido R. Spitz), aportes filosóficos y científicos muy anteriores a las tomografías, a los que me remito y que gracias a internet hoy se pueden hallar.

Para finalizar creo que el Jubileo de la Esperanza es una gran oportunidad para retomar el camino señalado por el papa Francisco en la mencionada Bula, Nro. 2, cuando en su carta San Pablo Tarso le decía a los romanos: “«Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. […] Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,1-2.5).

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