En Uruguay, miles de jubilados que trabajaron toda su vida y aportaron al Banco de Previsión Social (BPS) apenas sobreviven con pensiones que no alcanzan para llegar a fin de mes. Son hombres y mujeres de la tercera edad que, tras décadas de esfuerzo y contribuciones —treinta años o más en muchos casos—, reciben a cambio una miseria que no refleja ni su sacrificio ni su derecho.
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Mientras tanto, en este mismo país, hay privilegiados que nunca aportaron o lo hicieron a medias, y que hoy gozan de jugosas pensiones, subvenciones y reparaciones millonarias amparadas por leyes aprobadas a lo largo del tiempo.
¿Quiénes son estos favorecidos? Las supuestas víctimas de la “represión ilegal del Estado”, un grupo que, gracias a un arsenal de normas, ha convertido los Derechos Humanos en un negocio próspero a costa del pueblo.
Las leyes reparatorias, como la 18.596 de 2009, son un ejemplo flagrante de esta distorsión.
Según ellas, el Estado uruguayo asume responsabilidad por torturas, desapariciones forzadas, homicidios y exilios desde el 13 de junio de 1968 hasta el 26 de junio de 1973, un período que incluye años de gobierno constitucional elegido por el voto popular.
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Sí, leyó bien: la “represión estatal” que estas normas denuncian comenzó, según su propia lógica, bajo una democracia legítima, antes del quiebre institucional de 1973.
Así, se abren las puertas para que individuos que atentaron contra esa misma democracia —muchos de ellos miembros de bandas terroristas como el MLN-Tupamaros o del brazo armado del Partido Comunista, gestado desde los tempranos 60— reciban beneficios inmerecidos bajo el manto de víctimas.
Privilegios pagados con sangre y sudor ajeno
No hay eufemismos que valgan: este festival de reparaciones lo financia el contribuyente uruguayo.
Cada peso que engrosa las arcas de estos “perseguidos” sale del bolsillo de quienes sostienen el sistema con sus impuestos. Y no termina ahí.
Algunos de estos privilegiados han fallecido por causas naturales, pero un decreto del ex presidente Tabaré Vázquez asegura que sus descendientes hereden esas pensiones exorbitantes.
El negocio, entonces, trasciende generaciones, mientras los jubilados del BPS, los verdaderos trabajadores que sostuvieron al país, miran desde la vereda de enfrente con las manos vacías.
Aquí se desnuda la hipocresía de un discurso que viste de justicia lo que no es más que una afrenta.
Gobiernos, en especial los del Frente Amplio, han empujado estas normativas para favorecer a quienes se alzaron en armas contra el Estado de Derecho y las instituciones democráticas.
Lejos de ser víctimas, muchos de estos beneficiarios fueron protagonistas de una violencia que buscó derribar la libertad que hoy dicen defender.
Y mientras ellos cosechan los frutos de su audacia, los jubilados del BPS —esos que nunca empuñaron un arma ni atentaron contra nadie— enfrentan una injusticia infinita que nadie parece dispuesto a enmendar.
El sucio negocio de los Derechos Humanos
Lo que subyace es una verdad incómoda: los Derechos Humanos, ese estandarte tan noble en teoría, se han convertido en una coartada para el lucro de algunos.
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Disfrazados de mártires del “terrorismo de Estado”, estos ex sediciosos han encontrado en las leyes reparatorias un filón de oro, mientras los auténticos damnificados —los trabajadores que levantaron el país con su esfuerzo— son relegados al olvido.
Es una ecuación perversa: el que aportó, pierde; el que destruyó, gana. Y todo bajo el silencio cómplice de quienes podrían cambiarlo, pero no se atreven.
Uruguay merece una reflexión seria sobre esta disparidad. Porque mientras los jubilados del BPS cuentan monedas para sobrevivir, los ex subversivos cuentan billetes por un pasado que reescriben a su conveniencia.
La pregunta es inevitable: ¿hasta cuándo seguiremos tolerando esta burla?